Entradas

#

 Aún recuerdo esos tiempos en los que 'aceptamos el amor que creemos merecer' era mi mantra, una forma de decirme a mi misma que todo estaba bien. No podría haber estado más equivocada. No. No aceptamos el amor que creemos merecer. No lo hacemos, porque yo creo que merezco un amor que arrase, que destruya muros, que provoque caos y calma al mismo tiempo, que haga de las vulnerabilidades , fortalezas; que me haga florecer. Y sin embargo, he aceptado migajas, rastrojos; he aceptado las ruinas de lo que creía que era el amor para darme de bruces con una realidad que me revuelve el estómago: no sé si alguna vez me han querido como me merezco.

He construido un muro tan alto para protegerme del dolor que ni siquiera yo soy capaz de saltarlo.

 Porque a veces necesito recordarme que no me hace débil reconocer que sí que sufro.  Estoy cansada de mostrarle al mundo que puedo ser lo que quiera, porque la realidad es que no sé lo que soy.  La cáscara está vacía. La máscara en el suelo. El dolor, aquí.

Siempre he sentido una atracción irremediable hacia aquello que sabía que estaba destinado a destruirme, un gusto voraz por lo roto y lo astillado.

Por eso no me sorprendió acabar enamorándome de él. No hubo destino lo suficientemente esquivo capaz de evitar que mis heridas no acabaran encontrando un lugar donde san(gr)ar. Supongo que, de forma no irónica, el universo conspiró para que nuestras almas chocaran la una con la otra, esparciendo nuestro dolor por aquellos abismos a los que antes habíamos llamado hogar.

Rebirthing

 El principio de todo lo que conozco se quedó pequeño cuando empezaste a existir. Cuando tú descubriste mi mundo, o él te descubrió a ti. Vagué de vacío en vacío sin pensar en las consecuencias de todo lo que guardaba dentro; viví mentiras y desoí verdades pensando que aquello me curaría; conocí nieblas y sombras y confíe en sus promesas, aún cuando sabía que todo aquello me conducía de lleno a una trampa sin retorno. Pero entonces, desperté. Sin finales. Sin túneles. Tu luz no me cegó. Me salvó. Y ahora siento que soy invencible. Insondable. Me reflejo en los ojos del miedo, iridiscente. Y no dejaré que ningún abismo, por más oscuro que sea, vuelva a cambiar eso.

Soy defectuosa.

 No soy lo que se espera de mi. Nunca parezco ser suficiente. Y os juro que lo intento. Intento ser todas y cada una de las personas que debo ser en distintas situaciones.  Intento ser la que acoge. La que tiene el hombro disponible a todas horas para cualquier alma que quiera llorar. Intento ser la que anima. La que sabe qué palabras usar y de qué forma decirlas para animar cualquier corazón. Intento ser la que ríe. La que contagia alegria y júbilo ante circunstancias adversas porque joder, la risa puede llegar a curarlo todo, o al menos se acerca. Intento ser la que ama. La que ante cualquier situación, por encima de cualquier cosa, entrega todo su ser a otros sin pedir nada a cambio, porque así concibo yo el amor. Intento ser la que guía. La que ayuda a aquella personas que se sienten perdidas. Intento ser Faro de Alejandría. Pero a veces, mi mecanismo falla. Algo en mi se quiebra. El motor deja de funcionar. Los engranajes chocan entre sí de manera equivocada. Estoy rota. ...
Empezó siendo un error, de esos que todos alguna vez hemos cometido.  Me cegó la codicia. Ansiaba tenerlo. Tanto, que olvidé dejar de nuevo el corazón en esa caja pandoriana que siempre había velado por mi, que nunca dejaba que me astillase. Me llamé tonta. Me creí perdida. Entonces lo vi.  Lo curioso es que ya nos habíamos mirado antes, pero no logramos vernos. Habíamos empezado la partida con una venda en los ojos. No podíamos ganar. No sabíamos hacerlo.  Pero ahora lo veía. Ahora si podía verlo.  Y lo que vi...lo que vi me rescató del infierno.  Alcé las manos, deseosa de aquél tacto que sabía que podría reiniciarme. Alcé la mirada a esos ojos de color tierra fértil, preparados para ser sembrados sobre todo aquello que estuviese roto. No los miré.  Los vi.  Y por eso ahora estoy a salvo.
El abismo me miró tanto tiempo a los ojos que acabó cayendo en mi propio infierno. Ya nunca volvió a surgir. Ahora él, era yo.