Cómo de grande fue mi sorpresa al descubrir que, escribir, lo único que hizo fue alentarlos.
Jamás había estado tan cerca del infierno sin pisarlo.
El olor a carne quemada inundaba mis fosas nasales cada vez que la pluma se movía, creando estelas de luz alrededor de mi mano, iridiscentes.
Cada palabra, un pecado capital; cada frase, una condena.
Una completa locura, que entonces, sólo encontrara la paz al escribir.
¿En qué me convertía eso?
Y sin embargo, no podía dejar de hacerlo. No podía imaginar un mundo donde mi mano no se moviera al ritmo de lo que mi corazón dictase, ni donde la tinta no manchara allí donde yo quisiera llegar.
Conquistaba cada hoja en blanco, cada recoveco vírgen, a lomos de mi delicada pluma, como si todo aquéllo fuese a recompensar los años que pasé agazapada en la oscuridad.