El abismo me miró tanto tiempo a los ojos que acabó cayendo en mi propio infierno. Ya nunca volvió a surgir. Ahora él, era yo.
Siempre he sentido una atracción irremediable hacia aquello que sabía que estaba destinado a destruirme, un gusto voraz por lo roto y lo astillado.
Por eso no me sorprendió acabar enamorándome de él. No hubo destino lo suficientemente esquivo capaz de evitar que mis heridas no acabaran encontrando un lugar donde san(gr)ar. Supongo que, de forma no irónica, el universo conspiró para que nuestras almas chocaran la una con la otra, esparciendo nuestro dolor por aquellos abismos a los que antes habíamos llamado hogar.
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