Nunca he estado muy cuerda. Es un hecho. Lo es, si estarlo implica ser una más del vagón. La que no grita ante una injusticia o mira hacia otro lado cuando alguien la necesita. La que observa el mundo arder y se enciende un cigarro con las llamas mientras la tierra llora. La que disfruta del sufrimiento ajeno porque, claro: si les pasa a ellos, no me pasa a mi. La que todo el rato se refugia tras la máscara de mediocridad a la que nos acostumbran desde pequeños, porque si sobresales, eres raro. La que maquilla sus palabras para agradar a todo el mundo, o la que adorna sus deplorables actos con aquella cantina de 'es que yo soy así'. La que camina por ese precipicio al que llamamos vida de puntillas, por si acaso, como si el hecho de arrasar con cada piedra, canto o grieta no fuese el sentido mismo de vivir. La que no tropieza jamás con el mismo dolor porque es de débiles; la que no se permite llorar jamás. Es cierto. Nunca he estado muy cuerda. Y así es como sobrevivo.